Llegó en noviembre, a tiempo justo de
alegrarle al abuelo su cumpleaños, y ello duplicó la fiesta.
Duraron poco las
celebraciones: dos días… Y al quinceavo, como una losa, cayó un diagnóstico tan
largo como ininteligible y, pronto lo supieron, terrible: hiperglicinemia no
cetósica
Comenzó entonces un
rosario de advertencias de los facultativos: es inviable, no os ilusionéis,
porque su máxima esperanza de vida son dos años y ello en unas condiciones
calamitosas.
Con tales augurios
llegó a casa, tras cinco meses y pico hospitalizado en los que los acongojados
padres hubieron de ser testigos de varias “paradas”. Pero el niño desahuciado no
se rindió y gracias, sobre todo, a su madre, que con balanza de precisión y
todo el cariño del mundo lo sacó adelante a costa de la salud propia, sorteó trabas
que se suponían inexorables. Así llegó a ser el más longevo conocido hasta
entonces (y hasta ahora) con esa metabolopatía congénita tan escasa que casi ni
merece la pena investigar (salvo los benditos “locos” de Biología Molecular de
la UAM y pocos más nadie se ocupa de ello)
El niño que no iba
a poder sostener ni la cabeza, anduvo a los cuatro años, reconocía a todo el
mundo y reía y reía de un modo que congraciaba con la vida a los que en derredor
estaban. No hablaba, pero se comunicaba fluidamente con su entorno y repartía
cariño a diestro y siniestro, tanto que su padre decía de él que era un bebé
gigante y ergonómico, pues cuando abrazaba lo hacía de tal manera que se te
adaptaba como una prenda que nunca quisieras quitarte.
Creció guapo y
grande. Y, ajeno a los vaivenes del mundo y a las preocupaciones que atosigan
al resto de los mortales, no paraba de repartir afecto como quien tira confetti
a porfía… Y así hasta ahora…
Hoy, 13 de
noviembre, cumple Pakote sus primeros treinta años, y lo hace como lo que es:
el hombre-niño más feliz del mundo.