Blog (Bitácora, si se prefiere) del Padre (que lo es) Don Francisco de Paula Gálvez e Inchausti y algunos de los heterónimos que con él transitan: Pakito Grillo, El Profano, Bruno Jordán,, etc. Editado a trancas y barrancas, anárquica y aperiódicamente sin ánimo de ofender (o sí, quién sabe) ad maiorem gloriam de las cuatro (o ninguna) neuronas que le restan, o al menos así se supone por los menos entendidos, al escribidor que esto subscribe.

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miércoles, julio 24, 2013

UN HOMBRE CABAL

 A Gumer Benítez, in memoriam



Con junio se nos fue Gúmer. De forma repentina. Hasta el día anterior andaba por las redes con su espíritu crítico y sus incontenibles ganas de cambiar las cosas. Quedé en estado de shock con la mala nueva y hasta pasados unos días no pude imponerme recuperar el ritmo normal de mi vida y mis cavilaciones, que, en gran medida, coincidían con las suyas no sólo en lo referido a los asuntos sociales, sino a las concepciones sobre temas tan ásperos como la muerte.
Y es que hay quien, no pudiendo enfrentarse a la realidad, no siempre grata, de este nuestro pasar por estos lares, se refugia en la posibilidad del meritoriage para preparar una presunta segunda oportunidad en una hipotética vida eterna. Así justifica su inacción frente a los avatares y encubre su resistencia a considerarse un ser natural, mono desnudo diría Morris, y por lo tanto finito, acabable. La esperanza de resarcirse de los sinsabores en otra realidad que, por el momento, sólo habita en su mente lleva a quien así razona a quedar maniatado en tanto llega esa prórroga. Es el miedo a la finitud la causa de la creación de religiones, supersticiones y recompensas diferidas, y dicho miedo es utilizado para moldearnos culturalmente sumisos por mor del meritoriage antes mencionado. No reconociendo nuestra condición natural y nuestra sujeción a los ciclos que mamá natura nos depara, nos escabullimos arteramente de lo obvio: todo tiene su fin y nosotros no somos una excepción.
Es duro enfrentarse a ello, pero existen distintas formas de abordarlo. Una, tal vez la más extendida, y la única reconocida por la mayoría de los mortales, es la que he expuesto, la que lleva a un extraño conformismo que anula la fuerza de los seres y los imposibilita para enfrentarse a las preguntas y situaciones que nos depara nuestro acontecer. Todo sería un sistema ineludible y cerrado cuyo único fin es la trascendencia, el más allá, y del resto ya se ocupará alguien en pensar por nosotros. Nuestro desapego a lo terrenal tiene su correlato en el apego de esas mentes pensantes que se lucran y engordan a costa de nuestra credulidad..
Pero existe, por contra, una alternativa, que no parte de designios ajenos a nosotros y asume, por doloroso que sea, que nos acabamos y punto. Lo que hagamos o no hagamos no es algo que llevemos luego a ningún lado, y la vida se ciñe al día a día que hay que aprovechar. Carpe diem, decían los romanos. En pueblos primitivos se sigue dando, en comunión con la naturaleza, un respeto absoluto por las etapas que marca el tiempo, y este es limitado.
Ahora bien, esta visión de la vida no tendría sentido humano si no fuera acompañada de un profundo soporte ético, concibiendo la ética como un juego de libres elecciones tendentes a encauzar la actividad humana, en base a unos principios generales libremente asumidos que permitan interactuar con los semejantes y cambiar las cosas y las actitudes. Y digo ética, y no moral, pues esta última sería un aglomerado de normas impuestas desde arriba, de forma incontestable, irrebatible y con fines de dominio. Principios como la Libertad, la Igualdad y la Solidaridad serían, en esta concepción ética, irrenunciables y en torno a ellos se construiría todo un entramado que sustenta las relaciones. A cada uno se le daría según sus necesidades, y de cada uno se recogería según sus posibilidades. Sólo la Razón y el esfuerzo solidario podrían dar sentido a una existencia tan efímera con un fin claro: dejar el mundo un poco mejor de cómo te lo habrías encontrado.
Es ese sentido ético el que orientó la vida de Gúmer y le hizo aguantar con entereza los terribles golpes que sufrió. Parafraseando la Internacional estaba convencido de que “ni en dioses, reyes ni tribunos está el supremo salvador”; el esfuerzo redentor debía ser llevado a cabo por el Hombre, con mayúscula. Sin esa orientación, la vida carecería de sentido. Para decirlo con palabras antiguas, traduzco a mi manera (por no poner latinajos) a Salustio: “Conviene que todos los hombres que quieran prevalecer sobre los otros animales se esfuercen en no pasar la vida en silencio, como bestias a las que la naturaleza hizo agachadas y siervas de su vientre” (De coniuratione Catilinae). Para él el silencio era ominoso, corroía la dignidad de los hombres y los hacía cómplices de la opresión que sufrían. Ese impulso militante no era obcecado, sectario o acrítico, sino profundamente autocrítico, atento a las incongruencias de los políticos trepas, inasequible a la demagogia y basado en la tolerancia, aunque en los tiempos que corren no sea esta moneda de curso común. Y sin estridencias, ansias de protagonismo ni ambición, como obrero que fue en la construcción de una España mejor.
Bilbao, Hornachos y yo hemos perdido un hombre cabal y bueno.
Hasta siempre, compañero.