A Gumer Benítez, in memoriam
Con junio se
nos fue Gúmer. De forma repentina. Hasta el día anterior andaba por las redes
con su espíritu crítico y sus incontenibles ganas de cambiar las cosas. Quedé
en estado de shock con la mala nueva y hasta pasados unos días no pude imponerme
recuperar el ritmo normal de mi vida y mis cavilaciones, que, en gran medida,
coincidían con las suyas no sólo en lo referido a los asuntos sociales, sino a
las concepciones sobre temas tan ásperos como la muerte.
Y es que hay
quien, no pudiendo enfrentarse a la realidad, no siempre grata, de este nuestro
pasar por estos lares, se refugia en la posibilidad del meritoriage para
preparar una presunta segunda oportunidad en una hipotética vida eterna. Así
justifica su inacción frente a los avatares y encubre su resistencia a
considerarse un ser natural, mono desnudo diría Morris, y por lo tanto finito,
acabable. La esperanza de resarcirse de los sinsabores en otra realidad que,
por el momento, sólo habita en su mente lleva a quien así razona a quedar
maniatado en tanto llega esa prórroga. Es el miedo a la finitud la causa de la
creación de religiones, supersticiones y recompensas diferidas, y dicho miedo
es utilizado para moldearnos culturalmente sumisos por mor del meritoriage
antes mencionado. No reconociendo nuestra condición natural y nuestra sujeción a
los ciclos que mamá natura nos depara, nos escabullimos arteramente de lo
obvio: todo tiene su fin y nosotros no somos una excepción.
Es duro
enfrentarse a ello, pero existen distintas formas de abordarlo. Una, tal vez la
más extendida, y la única reconocida por la mayoría de los mortales, es la que
he expuesto, la que lleva a un extraño conformismo que anula la fuerza de los
seres y los imposibilita para enfrentarse a las preguntas y situaciones que nos
depara nuestro acontecer. Todo sería un sistema ineludible y cerrado cuyo único
fin es la trascendencia, el más allá, y del resto ya se ocupará alguien en
pensar por nosotros. Nuestro desapego a lo terrenal tiene su correlato en el
apego de esas mentes pensantes que se lucran y engordan a costa de nuestra
credulidad..
Pero existe, por
contra, una alternativa, que no parte de designios ajenos a nosotros y asume,
por doloroso que sea, que nos acabamos y punto. Lo que hagamos o no hagamos no
es algo que llevemos luego a ningún lado, y la vida se ciñe al día a día que
hay que aprovechar. Carpe diem, decían los romanos. En pueblos primitivos se
sigue dando, en comunión con la naturaleza, un respeto absoluto por las etapas
que marca el tiempo, y este es limitado.
Ahora bien, esta
visión de la vida no tendría sentido humano si no fuera acompañada de un
profundo soporte ético, concibiendo la ética como un juego de libres elecciones
tendentes a encauzar la actividad humana, en base a unos principios generales
libremente asumidos que permitan interactuar con los semejantes y cambiar las
cosas y las actitudes. Y digo ética, y no moral, pues esta última sería un
aglomerado de normas impuestas desde arriba, de forma incontestable,
irrebatible y con fines de dominio. Principios como la Libertad, la Igualdad y
la Solidaridad serían, en esta concepción ética, irrenunciables y en torno a
ellos se construiría todo un entramado que sustenta las relaciones. A cada uno
se le daría según sus necesidades, y de cada uno se recogería según sus
posibilidades. Sólo la Razón y el esfuerzo solidario podrían dar sentido a una
existencia tan efímera con un fin claro: dejar el mundo un poco mejor de cómo
te lo habrías encontrado.
Es ese
sentido ético el que orientó la vida de Gúmer y le hizo aguantar con entereza los
terribles golpes que sufrió. Parafraseando la Internacional estaba convencido
de que “ni en dioses, reyes ni tribunos está el supremo salvador”; el esfuerzo
redentor debía ser llevado a cabo por el Hombre, con mayúscula. Sin esa
orientación, la vida carecería de sentido. Para decirlo con palabras antiguas,
traduzco a mi manera (por no poner latinajos) a Salustio: “Conviene que todos
los hombres que quieran prevalecer sobre los otros animales se esfuercen en no
pasar la vida en silencio, como bestias a las que la naturaleza hizo agachadas
y siervas de su vientre” (De coniuratione Catilinae). Para él el silencio era
ominoso, corroía la dignidad de los hombres y los hacía cómplices de la
opresión que sufrían. Ese impulso militante no era obcecado, sectario o
acrítico, sino profundamente autocrítico, atento a las incongruencias de los
políticos trepas, inasequible a la demagogia y basado en la tolerancia, aunque
en los tiempos que corren no sea esta moneda de curso común. Y sin
estridencias, ansias de protagonismo ni ambición, como obrero que fue en la
construcción de una España mejor.
Bilbao,
Hornachos y yo hemos perdido un hombre cabal y bueno.
Hasta
siempre, compañero.
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