Este artículo lo publiqué en Hornachos no sé muy bien cuándo, en cualquier caso hace mucho. Su vigencia sigue, creo, ahí incólume.
MATRIA
Una cantante, Rosa Zaragoza, mediterránea hasta la
médula, culta, sensible, con una voz portentosa y una elección de temas y
ritmos envidiable, ha sacado un disco que recomiendo a los que deberían ser
multitud y son muy pocos en estos tiempos de triunfitos, eurovisivos,
pseudocompositores más antiguos que el Tato y demás comida-música-basura. Tal
disco, a más de un contenido que puede provocar el deleite de cualquier alma
sensible, tiene un título extraño y sugerente, tan sugerente que despierta reflexiones
y sentimientos: se llama Matria.
Somos, aun cuando el mar, la
mar, nos quede lejos (o tal vez por eso), mediterráneos que hemos olvidado
nuestros orígenes. Hemos olvidado que nuestra cultura viene de otros pueblos,
todos del Mare Nostrum, que, a su vez, provienen de más al sur (de África, para
que se chinchen los memos racistas). Y aquellos pueblos no entendían de
patrias, pero sí entendían de la vida, de su origen y su razón. Griegos,
fenicios, tartésicos, etc., coincidían en más cosas que el origen africano
(aunque muy diversificado) común: de una parte confiaban el sentido común, el
raciocinio y el control de la naturaleza y sus frutos a las mujeres, y, por
ende, a las deidades femeninas, y, de otra, el poder coercitivo a los hombres
y, por tanto a los dioses masculinos; y eso tenía una razón clara que se sitúa
en los orígenes de la estupidez humana: la Propiedad. Y me explico:
En un sistema social poco
evolucionado, que no produce excedentes (lo que sobra), no hay nada que
proteger más que la propia seguridad frente a las fuerzas de la naturaleza. Es
cuando se produce más de lo que se consume (allá por el Neolítico) que los
excedentes han de ser guardados, sea para tiempos de escasez, sea para cambiar
por otros excedentes. En ese momento pasamos de grupos en que la mujer era
preeminente por ser la línea directa más fiable (volveré a ello) y la
responsable de la educación, del cultivo y de todo lo socialmente relevante, a
grupos más amplios en los que se establecen relaciones de poder basadas en la propiedad
de los excedentes, la cual, obviamente, como todo poder que se precie, ha de
ser protegida por la fuerza. Ahí nacen los guerreros y el poder masculino.
De entonces hasta ahora, la
historia del ser humano no ha sido otra cosa que un sanguinario relato de la
lucha por acumular y proteger violentamente esos excedentes. Según se fueron
conformando áreas de poder se fueron conformando naciones, y esas naciones
pelearon con otras naciones. Y llegaron las religiones y dijeron que cada
nación era la elegida de Dios (No de la Diosa Madre, o Gea, o cualquier otra
deidad femenina). Y las naciones fueron llamadas Patria, por tierra paterna.
Sin intención de hacer un chiste
malo, diré que, en realidad, la única seguridad de filiación que tenemos es la
materna. La ciencia lo demuestra palmariamente. Todas y cada una de nuestras
células tienen algo que nos identifica como hijos de nuestra madre, mientras
que lo del padre puede perderse en pocos pasos generacionales. En las células
de nuestro cuerpo hay dos tipos de ADN (la información genética): el que está
contenido en el núcleo, que proviene de la mezcla entre padre y madre, y el
mitocondrial. Éste último es nuestra verdadera seña de identidad genealógica,
pues no tiene mezcla. Las mitocondrias, pequeños cuerpos que se encargan de la
“respiración” celular, tienen ADN propio, que sólo se transmite por vía
materna. En la naturaleza, y somos seres naturales por más que nos creamos
dioses de la creación, el macho sólo “ayuda” a que la línea marcada por la
hembra se perpetúe, lo cual, así expuesto, es un golpe durísimo al orgullo
masculino (más que masculino, machista). A más de uno se le pueden bajar los
humos u otras cosas y puede sentirse hombre-kleenex tras pensarse rey león.
Diría más: el sistema de apellidos que empleamos es la mejor manera de
garantizar que nunca sabremos de quién venimos realmente (otro palo).
¿De qué padres hablamos cuando
hablamos de patrias? ¿De los que nos dicen que tenemos que dar la vida por
ellos para proteger sus tierras, su petróleo, sus cuentas corrientes, sus
privilegios?
No conozco una mujer que pudiera
mandar a sus hijos a morir y sí conozco a muchos hombres que hasta irían ellos.
No conozco a una mujer que abandone ninguna responsabilidad si se trata de su
gente. Por contra, se menosprecia su inteligencia, su laboriosidad, su madurez.
¿Por qué, en lugar de Patria, no hablamos de Matria? Nos iría mejor: seríamos más razonables, más pacíficos y
menos interesados.
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