Blog (Bitácora, si se prefiere) del Padre (que lo es) Don Francisco de Paula Gálvez e Inchausti y algunos de los heterónimos que con él transitan: Pakito Grillo, El Profano, Bruno Jordán,, etc. Editado a trancas y barrancas, anárquica y aperiódicamente sin ánimo de ofender (o sí, quién sabe) ad maiorem gloriam de las cuatro (o ninguna) neuronas que le restan, o al menos así se supone por los menos entendidos, al escribidor que esto subscribe.

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jueves, enero 26, 2006

EL DÍA MÁS FELIZ


Observad a este pipiolo virginal retratado a la derecha (con perdón). Ved, amadísim@s herman@s, la bondad destilada en el rostro del infante. ¿Acaso no proporciona una paz interior sólo comparable al visionado completo de La casa de la Pradera? ¿No incita al recuerdo del día más feliz de nuestra vida? ¿No nos eleva en espiritual escalofrío a las más altas sumidades de la transcendencia y el desapego por los mundanos bienes? En este totum revolutum que es nuestro planeta, imágenes como la que presentamos vienen a renovar las esperanzas en un mundo más justo, bello, próspero y feliz.

Todo lo anterior tendría validez si no fuera porque el interfecto era yo; y no fue el día más feliz de mi vida. Me picaba el traje como si me fuera la vida en ello, me apretaban los zapatos en proporción directa a la duración de la misa en latín con sermón interminable y no me habían regalado reloj alguno. Para rematarlo todo desilusionando a quien se ponga tierno, era un delincuente infantil que asesinaba lagartijas, saqueaba con nocturnidad las casetas de la playa de Castellón y maltrataba con fruición a mis pobres hermanitos.

Un inocente angelito, en suma, que no pudo engañar al fotógrafo, que, entre todas las instantáneas eligió ésta en que el truhán queda evidenciado en la sonrisa sardónica, con el labio ligeramente elevado al lado diestro.

lunes, enero 23, 2006

DE OÍDAS

Debe, cree, restringir sus visitas al bar del portugués. Lo barato del whisky nacional, cien pesetas por debajo de lo exigido en otros establecimientos, se ha convertido en un arma de doble filo para su bolsillo y estado físico, a más de los problemas que provoca en su de siempre deficitaria psicomotricidad.

A decir verdad, este tipo de propósito se lo lleva haciendo veinte años, cambiando tan sólo, o ni más ni menos, la ubicación de los negocios en los que su vida social se desarrollaba en proporción directamente inversa al tamaño del hígado, aunque habrá que reseñar en cuanto a lo último que nunca se le han detectado visceromegalias en las pocas y laboralmente obligadas revisiones a que se ha sometido, ignorando hasta la fecha qué tipo de enmascara­miento o milagro protege su tan maltratado órgano de las indiscreciones de los facultativos, a pesar de las obvias pistas que proporcionan las venillas dibujadas en los pómulos, más visibles cuando no está congestionado, y bien mirado ello sólo sucede muy de mañana cuando la voz se niega a seguir sus razonamientos y las miradas se desvían del resto de la cara hacia las gafas obscuras que han llegado a ser apéndice insoslayable de su faz. No es que se oculte, pero ni él se puede mirar la mayor parte de la jornada y cree acertar si opina que opinan los demás de igual manera, dando al traste con lo que reste de buena imagen en los pocos círculos que aún le respetan sin compadecerse, por ignoran­cia, connivencia o solidaridad obligada por la coincidencia de hábitos. Rota cualquier amarra con la cordura en el manejo de la exigua economía familiar, indolente cede a la atracción cotidiana de la puerta abierta del local. Pecata minuta, rezonga preparando la excusa casera por el dispendioso retraso a sabiendas de que ninguna valdrá y que la resignada falta de reacción por parte de su cónyuge es más impotencia rumiada en decenios que comprensión de lo que él llama su enfermedad. Todas las tardes exacto razona­miento para nada: cotidianamente recala en el bar a la vuelta del trabajo, sucio, cansado y recontando las monedas que le permitan mantener su parcela en el mostrador, hirviendo en culpas y autojustificaciones que remiten al cuarto de hora para volver, a la salida, en el corto trayecto hasta una cena que no sabe si tomará, mirada esquiva, frente a quien a veces cree engañar y otras sabe que no.

Añádese a lo que él ya contempla como la caótica novela de su vida un extraño toque rosa inimaginable en su coriácea estructura mental. Porque enamorarse a estas alturas del partido sólo admite la calificación de tragicómico. Siempre había atribuido ese tipo de pulsiones a inconsciencias juveniles que siquiera merecía la pena recordar, incómodamente, para no repetirlas o, como máximo, reconducirlas a sexo, única vía satisfactoria en asuntos de tal índole y hace lustros, alcohol o hastío por medio, ni eso. Lo masculla para sus adentros ya insensibilizado por la dosis rayana con el aviso en la garganta que le obliga a parar todos los días, desconoce si náusea física o regurgitación de amarguras cercanas y constantes. Pero no es la tardía pasión en sí lo que le descon­cierta y arrebola. Hasta el momento, y en todo caso de manera fugaz, sólo unas redondeces colocadas a su gusto o la leve insinuación de un escote seguido de agachadizo gesto podían devolverle instintos hibernados e imaginaciones no confesables en voz alta. Incluso recuerda amores de pago y tumultuarias fiestas de fin de año, o arrumacos con compañeras de trabajo cuya única derivación fue la negación del saludo a partir de entonces. Ahora no se trata de nada por él experimentado y eso le lleva a mal traer. Ahora es una voz lo que le encandila y sonroja hasta el punto de impedirle decir algo cada vez que la oye.

Una voz...¡Qué voz! Le retrotrae al tiempo que le hace progresar en futuros si no idílicos menos grises que los hasta ahora pergeñados. Recuerda los tiempos en que asistía al Real de la mano de su padre, todavía lúcido. Recuerda su ensimismamiento, maravillado ante la vibración de las cuerdas al contacto con el arco, perfecta­mente audible e independiente del sonido que producían y de su timbre, hasta el punto de que le parecían instrumentos distintos. Así ella, como si en su voz hubiese dos partes: la voz en sí, maravillosamente modulada, y el roce de las cuerdas, esa reverbera­ción exacta que humaniza y la hace más profunda a la vez que cálida. Voz promesa de comprensiones nunca halladas a pesar de su constante búsqueda; voz casi senten­ciosa en su justo tono grave; voz como servicial refugio ofrecido a quien la escucha, incapaz en apariencia de traición; voz que él llega a imaginar en tranquilos estertores amatorios a poco que cierra los ojos.

Nunca, en los últimos meses, ha logrado vencer su timidez. Nunca una mirada directa que rompa el hielo ni una frase de salutación o acercamiento, por no hablar de un contacto físico, imposible aun estando tan próximos. Si acaso la espía sesgando la vista en el espejo de la incómoda pilastra que, absurda­mente plantada en medio del mostrador, impide servir conforta­blemente. Bien es verdad que el puesto de vigía no siempre se encuentra disponible. Entonces, y hoy se da el caso, si cuando llega no está libre el rincón estraté­gico, avanza centímetro a centímetro casi reptando con los codos sobre el aluminio manchado con diversos líquidos ya pegajosos hasta conseguir la posición más ventajosa. Porque ella invariablemente ocupa el mismo lugar desde que, casualmente, un día él, cerrados los locales de la zona por vacaciones, entró en el establecimiento con cierta grima provocada por sus deficientes cualidades higiénicas, y los precios y la voz de ella le hicieron adicto.

Continúa acodado en la barra, haciendo esfuerzos por no tornar la cabeza y contemplarla descaradamente. Cada vez que la voz de ella se escucha, algo parecido a un placentero escalofrío recorre su espalda hacia arriba y él baja los párpados entreabriendo involuntariamente los labios con expresión que el camarero interpreta unas veces como estupor, otras como deleite y otras, según la forma de torcer la comisura, como sorna o frustración, atribuible a quién sabe qué monólogos interiores que la ingesta etílica provoca en los clientes asiduos. En ocasiones se pregunta el portugués por el vespertino bebedor solitario que ya ni habla: conocidos como son sus gustos, se le sirve la primera nada más entrar y las siguientes son reclamadas con el pulgar hacia abajo señalando el vaso vacío; paga sin equivocarse y marcha sin un saludo o un gesto de despedida. Y del mismo modo desaparecen los interrogantes, pues sólo faltaba meterse en la vida de la recua de patosos, fuleros y parias que le dan de comer.

Hoy el hombre, dolorosamente cansado, los pies, se dice, como morcillas, no ha logrado hacerse con su sitio hasta la tercera copa, límite forzoso de su presupuesto, y se recrea en ella más de lo acostumbrado, fija la vista en el azogue cuarteado de la pilastra, en que parecen multiplicadas por cinco las deposiciones de las moscas. Ve como se acerca a ella un hombre de mediana edad, chaparro y con bigotito. Él se tensa y los segundos pasan como horas, como días, como años en ese silencio terrible de múltiples conversaciones terminadas al unísono. Aspira sonoramente envarando los músculos del cuello y la oye, la oye cadenciosa, nítida, sugerentemen­te lúbrica:

- Encantados de servirle. Su tabaco. ¡Gracias!

jueves, enero 19, 2006

EL SABIO

Los pocos que tuvimos el honor de gozar del aprecio y la benevolencia de Aruyama, casi todos por aquel tiempo poetas aficionados, como un anciano chileno padre de una mediocre cantante, o un políglota ejecutivo de una multinacional informática al que los jóvenes queríamos colgarle del cuello una lápida por su afición a las conmemoraciones, o un fotógrafo que lo fue de lo más granado del gobierno local, o yo mismo, perro callejero con pedigrí, coincidimos en que su mayor aportación a nuestra enseñanza en los caminos de la filosofía vital fue el laconismo, rayano a veces en displicencia, con que nos despachaba. Lo escueto y a la vez rotundamente (por redondamente) acabado de sus aforismos, poemas y parábolas sorprende a propios y extraños, extrañándose a su vez éstos, que no nosotros los propios, de que en una sola frase, con una concisión pasmosa pudiera explicarse prácticamente todo con todos sus matices. Parco siempre en gestos, ahorrativo en la conversación y humildemente concentrado en las grandes incógnitas, a las que se acercaba desde el reconocimiento constante de la ignorancia y la duda, en ocasiones ni siquiera nos contestaba por más que pasábamos eternidades sentados frente a él.

Aquel día, cuando penetré en la habitación, Aruyama permanecía, como siempre, en el centro de ella, dando la espalda a la puerta, recostado sobre una alfombra de espesísimo pelaje. Apoyaba relajadamente en ella su mano izquierda e inclinaba hacia ese lado con levedad la cabeza. Cuando di un rodeo para enfrentarlo, percibí que estaba fijo en un voluminoso libro cuyos caracteres, como siempre, yo no entendía.

El libro era el único objeto, ni lámparas había, en aquella estancia de paredes y techo en un desvaído color naranja pastel, a tono con la alfombra que cubría casi todo el entarimado claro del suelo, formando en apariencia parte de él. En los paños del este y el poniente (la entraba daba al norte), en su exacto centro se ubicaban sendos ventanales que iluminaban sin sombras al maestro y al texto cuyo sentido nunca llegué a alcanzar.

Me senté a metro y medio de él, como era costumbre. Levantó la mirada y la mantuvo fija en mí sin articular palabra durante lo que tal vez fueran segundos y se me antojaron horas. Sentí cómo entonces sus ojos cortaban el aire penetrando en lo más recóndito de mi espíritu.

Solté entonces las riendas de mis inquietudes y, primero de forma compulsiva y luego con cada vez más serenidad, guiado por su mirada, expuse durante un periodo que debió ser extensísimo, pues cuando terminé la luz era ínfima y recuerdo haber visto en algún momento entrar el sol por el vano oriental, tal retahíla de preguntas que podrían haber llenado el tomo que él leía.

Inquirí sobre el sentido de la vida y nuestras acciones –o más bien las mías, he de reconocerlo- y errores, así como los matices que obscurecen nuestra trayectoria; demandé soluciones, le rogué iluminase mi camino en esta escuela de dolor y desacierto que es nuestra estancia aquí. Me vacié.

No movió entretanto un músculo de su cara. Fijos los ojos en mí, sólo los cambios de apoyo en un brazo u otro denotaban que el tiempo no se había detenido. Su semblante no reflejaba ningún tipo de emoción o sorpresa, y así permaneció un largo periodo tras dar fin a mi perorata.

Desconcertado con su silencio, esperé. Y esperé. Y esperé hasta que no pudiendo aguantar la ansiedad, me levanté, respetuosamente me incliné ante él y, volviendo a rodearle, enfilé hacia la puerta.

Entonces, sólo entonces, habló:

— Te estás volviendo pesadito, hijo. ¿Por qué no cambias de camello?

viernes, enero 13, 2006

MÁS CONTRAÉPICA

No has de buscar la luz en este ámbito,
reflejo cielo anaranjado en quejas.
Es un grito esta noche de susurros
transeúntes. Siquiera distinguida,
entre ahítas farolas, quedo el paso,
la caricia del que muerto saluda.
Piel del suelo que arañas,
telúrica ponzoña, semillero
podrido en negros magmas, acerico
en que hicieron diana puntas tórridas
y tu miras recreado en tu ceguera.

Sintético arrebol, toda la noche
anocheciendo al tiempo que amanece.
Qué agridulce sopor se clava en tus dos
piernas y en el manoseado vértice
de tus cavilaciones, tan ajadas
que sestea la muerte y se despierta
llevada por tus sueños que la acosan.

Poco hará que te aparten este cáliz:
tu vida en derredor sangra hojas yertas
y con sordo pisar se mueve en otros
pagos, marcha sin saber hacia dónde,

y tú no eres ni serás su dueño.

CONTRAÉPICA

ESO que llaman cuerpo y sólo eres
por más que transcendencias busques triste
debajo de la cama, entre los libros,
aferrado a las aves de tu augurio,
objetos, seres que te justifiquen
elevación distante, no mundana.

Solo cuerpo aquillado en ralos fondos
enlodados de jugos, ruidos, células
y eléctricas viscosas reacciones
dadas por bien en tanto te mantienes
vivo, dices, en lucha con tu espejo
abarquillado, irreflexivo, sucio.

Orógrafo de ti examinas, tientas,
palpas finito tanteando límites,
mundo que eres, sabido en tu ignorancia,
el ámbito habitado por los otros
cuerpos en colisión intencionada

también reconociéndose en sus ritmos.