Blog (Bitácora, si se prefiere) del Padre (que lo es) Don Francisco de Paula Gálvez e Inchausti y algunos de los heterónimos que con él transitan: Pakito Grillo, El Profano, Bruno Jordán,, etc. Editado a trancas y barrancas, anárquica y aperiódicamente sin ánimo de ofender (o sí, quién sabe) ad maiorem gloriam de las cuatro (o ninguna) neuronas que le restan, o al menos así se supone por los menos entendidos, al escribidor que esto subscribe.

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jueves, enero 19, 2006

EL SABIO

Los pocos que tuvimos el honor de gozar del aprecio y la benevolencia de Aruyama, casi todos por aquel tiempo poetas aficionados, como un anciano chileno padre de una mediocre cantante, o un políglota ejecutivo de una multinacional informática al que los jóvenes queríamos colgarle del cuello una lápida por su afición a las conmemoraciones, o un fotógrafo que lo fue de lo más granado del gobierno local, o yo mismo, perro callejero con pedigrí, coincidimos en que su mayor aportación a nuestra enseñanza en los caminos de la filosofía vital fue el laconismo, rayano a veces en displicencia, con que nos despachaba. Lo escueto y a la vez rotundamente (por redondamente) acabado de sus aforismos, poemas y parábolas sorprende a propios y extraños, extrañándose a su vez éstos, que no nosotros los propios, de que en una sola frase, con una concisión pasmosa pudiera explicarse prácticamente todo con todos sus matices. Parco siempre en gestos, ahorrativo en la conversación y humildemente concentrado en las grandes incógnitas, a las que se acercaba desde el reconocimiento constante de la ignorancia y la duda, en ocasiones ni siquiera nos contestaba por más que pasábamos eternidades sentados frente a él.

Aquel día, cuando penetré en la habitación, Aruyama permanecía, como siempre, en el centro de ella, dando la espalda a la puerta, recostado sobre una alfombra de espesísimo pelaje. Apoyaba relajadamente en ella su mano izquierda e inclinaba hacia ese lado con levedad la cabeza. Cuando di un rodeo para enfrentarlo, percibí que estaba fijo en un voluminoso libro cuyos caracteres, como siempre, yo no entendía.

El libro era el único objeto, ni lámparas había, en aquella estancia de paredes y techo en un desvaído color naranja pastel, a tono con la alfombra que cubría casi todo el entarimado claro del suelo, formando en apariencia parte de él. En los paños del este y el poniente (la entraba daba al norte), en su exacto centro se ubicaban sendos ventanales que iluminaban sin sombras al maestro y al texto cuyo sentido nunca llegué a alcanzar.

Me senté a metro y medio de él, como era costumbre. Levantó la mirada y la mantuvo fija en mí sin articular palabra durante lo que tal vez fueran segundos y se me antojaron horas. Sentí cómo entonces sus ojos cortaban el aire penetrando en lo más recóndito de mi espíritu.

Solté entonces las riendas de mis inquietudes y, primero de forma compulsiva y luego con cada vez más serenidad, guiado por su mirada, expuse durante un periodo que debió ser extensísimo, pues cuando terminé la luz era ínfima y recuerdo haber visto en algún momento entrar el sol por el vano oriental, tal retahíla de preguntas que podrían haber llenado el tomo que él leía.

Inquirí sobre el sentido de la vida y nuestras acciones –o más bien las mías, he de reconocerlo- y errores, así como los matices que obscurecen nuestra trayectoria; demandé soluciones, le rogué iluminase mi camino en esta escuela de dolor y desacierto que es nuestra estancia aquí. Me vacié.

No movió entretanto un músculo de su cara. Fijos los ojos en mí, sólo los cambios de apoyo en un brazo u otro denotaban que el tiempo no se había detenido. Su semblante no reflejaba ningún tipo de emoción o sorpresa, y así permaneció un largo periodo tras dar fin a mi perorata.

Desconcertado con su silencio, esperé. Y esperé. Y esperé hasta que no pudiendo aguantar la ansiedad, me levanté, respetuosamente me incliné ante él y, volviendo a rodearle, enfilé hacia la puerta.

Entonces, sólo entonces, habló:

— Te estás volviendo pesadito, hijo. ¿Por qué no cambias de camello?

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