Blog (Bitácora, si se prefiere) del Padre (que lo es) Don Francisco de Paula Gálvez e Inchausti y algunos de los heterónimos que con él transitan: Pakito Grillo, El Profano, Bruno Jordán,, etc. Editado a trancas y barrancas, anárquica y aperiódicamente sin ánimo de ofender (o sí, quién sabe) ad maiorem gloriam de las cuatro (o ninguna) neuronas que le restan, o al menos así se supone por los menos entendidos, al escribidor que esto subscribe.

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lunes, enero 23, 2006

DE OÍDAS

Debe, cree, restringir sus visitas al bar del portugués. Lo barato del whisky nacional, cien pesetas por debajo de lo exigido en otros establecimientos, se ha convertido en un arma de doble filo para su bolsillo y estado físico, a más de los problemas que provoca en su de siempre deficitaria psicomotricidad.

A decir verdad, este tipo de propósito se lo lleva haciendo veinte años, cambiando tan sólo, o ni más ni menos, la ubicación de los negocios en los que su vida social se desarrollaba en proporción directamente inversa al tamaño del hígado, aunque habrá que reseñar en cuanto a lo último que nunca se le han detectado visceromegalias en las pocas y laboralmente obligadas revisiones a que se ha sometido, ignorando hasta la fecha qué tipo de enmascara­miento o milagro protege su tan maltratado órgano de las indiscreciones de los facultativos, a pesar de las obvias pistas que proporcionan las venillas dibujadas en los pómulos, más visibles cuando no está congestionado, y bien mirado ello sólo sucede muy de mañana cuando la voz se niega a seguir sus razonamientos y las miradas se desvían del resto de la cara hacia las gafas obscuras que han llegado a ser apéndice insoslayable de su faz. No es que se oculte, pero ni él se puede mirar la mayor parte de la jornada y cree acertar si opina que opinan los demás de igual manera, dando al traste con lo que reste de buena imagen en los pocos círculos que aún le respetan sin compadecerse, por ignoran­cia, connivencia o solidaridad obligada por la coincidencia de hábitos. Rota cualquier amarra con la cordura en el manejo de la exigua economía familiar, indolente cede a la atracción cotidiana de la puerta abierta del local. Pecata minuta, rezonga preparando la excusa casera por el dispendioso retraso a sabiendas de que ninguna valdrá y que la resignada falta de reacción por parte de su cónyuge es más impotencia rumiada en decenios que comprensión de lo que él llama su enfermedad. Todas las tardes exacto razona­miento para nada: cotidianamente recala en el bar a la vuelta del trabajo, sucio, cansado y recontando las monedas que le permitan mantener su parcela en el mostrador, hirviendo en culpas y autojustificaciones que remiten al cuarto de hora para volver, a la salida, en el corto trayecto hasta una cena que no sabe si tomará, mirada esquiva, frente a quien a veces cree engañar y otras sabe que no.

Añádese a lo que él ya contempla como la caótica novela de su vida un extraño toque rosa inimaginable en su coriácea estructura mental. Porque enamorarse a estas alturas del partido sólo admite la calificación de tragicómico. Siempre había atribuido ese tipo de pulsiones a inconsciencias juveniles que siquiera merecía la pena recordar, incómodamente, para no repetirlas o, como máximo, reconducirlas a sexo, única vía satisfactoria en asuntos de tal índole y hace lustros, alcohol o hastío por medio, ni eso. Lo masculla para sus adentros ya insensibilizado por la dosis rayana con el aviso en la garganta que le obliga a parar todos los días, desconoce si náusea física o regurgitación de amarguras cercanas y constantes. Pero no es la tardía pasión en sí lo que le descon­cierta y arrebola. Hasta el momento, y en todo caso de manera fugaz, sólo unas redondeces colocadas a su gusto o la leve insinuación de un escote seguido de agachadizo gesto podían devolverle instintos hibernados e imaginaciones no confesables en voz alta. Incluso recuerda amores de pago y tumultuarias fiestas de fin de año, o arrumacos con compañeras de trabajo cuya única derivación fue la negación del saludo a partir de entonces. Ahora no se trata de nada por él experimentado y eso le lleva a mal traer. Ahora es una voz lo que le encandila y sonroja hasta el punto de impedirle decir algo cada vez que la oye.

Una voz...¡Qué voz! Le retrotrae al tiempo que le hace progresar en futuros si no idílicos menos grises que los hasta ahora pergeñados. Recuerda los tiempos en que asistía al Real de la mano de su padre, todavía lúcido. Recuerda su ensimismamiento, maravillado ante la vibración de las cuerdas al contacto con el arco, perfecta­mente audible e independiente del sonido que producían y de su timbre, hasta el punto de que le parecían instrumentos distintos. Así ella, como si en su voz hubiese dos partes: la voz en sí, maravillosamente modulada, y el roce de las cuerdas, esa reverbera­ción exacta que humaniza y la hace más profunda a la vez que cálida. Voz promesa de comprensiones nunca halladas a pesar de su constante búsqueda; voz casi senten­ciosa en su justo tono grave; voz como servicial refugio ofrecido a quien la escucha, incapaz en apariencia de traición; voz que él llega a imaginar en tranquilos estertores amatorios a poco que cierra los ojos.

Nunca, en los últimos meses, ha logrado vencer su timidez. Nunca una mirada directa que rompa el hielo ni una frase de salutación o acercamiento, por no hablar de un contacto físico, imposible aun estando tan próximos. Si acaso la espía sesgando la vista en el espejo de la incómoda pilastra que, absurda­mente plantada en medio del mostrador, impide servir conforta­blemente. Bien es verdad que el puesto de vigía no siempre se encuentra disponible. Entonces, y hoy se da el caso, si cuando llega no está libre el rincón estraté­gico, avanza centímetro a centímetro casi reptando con los codos sobre el aluminio manchado con diversos líquidos ya pegajosos hasta conseguir la posición más ventajosa. Porque ella invariablemente ocupa el mismo lugar desde que, casualmente, un día él, cerrados los locales de la zona por vacaciones, entró en el establecimiento con cierta grima provocada por sus deficientes cualidades higiénicas, y los precios y la voz de ella le hicieron adicto.

Continúa acodado en la barra, haciendo esfuerzos por no tornar la cabeza y contemplarla descaradamente. Cada vez que la voz de ella se escucha, algo parecido a un placentero escalofrío recorre su espalda hacia arriba y él baja los párpados entreabriendo involuntariamente los labios con expresión que el camarero interpreta unas veces como estupor, otras como deleite y otras, según la forma de torcer la comisura, como sorna o frustración, atribuible a quién sabe qué monólogos interiores que la ingesta etílica provoca en los clientes asiduos. En ocasiones se pregunta el portugués por el vespertino bebedor solitario que ya ni habla: conocidos como son sus gustos, se le sirve la primera nada más entrar y las siguientes son reclamadas con el pulgar hacia abajo señalando el vaso vacío; paga sin equivocarse y marcha sin un saludo o un gesto de despedida. Y del mismo modo desaparecen los interrogantes, pues sólo faltaba meterse en la vida de la recua de patosos, fuleros y parias que le dan de comer.

Hoy el hombre, dolorosamente cansado, los pies, se dice, como morcillas, no ha logrado hacerse con su sitio hasta la tercera copa, límite forzoso de su presupuesto, y se recrea en ella más de lo acostumbrado, fija la vista en el azogue cuarteado de la pilastra, en que parecen multiplicadas por cinco las deposiciones de las moscas. Ve como se acerca a ella un hombre de mediana edad, chaparro y con bigotito. Él se tensa y los segundos pasan como horas, como días, como años en ese silencio terrible de múltiples conversaciones terminadas al unísono. Aspira sonoramente envarando los músculos del cuello y la oye, la oye cadenciosa, nítida, sugerentemen­te lúbrica:

- Encantados de servirle. Su tabaco. ¡Gracias!

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