Llégame la navidad en el exilio con agravantes sumamente graves.
No sé si por mis problemas tendonarios, las durezas salvajes provocadas por la poliomielitis ( la anarquía de los huesos de mis pies podría ser objeto de un tratado sociopolítico), si por la gota (aquí, ante ustedes, el rey del úrico) que de vez en cuando me azota, o por la senectud anticipada que siento y presiento (que alguien me recuerde sobre qué hablo-escribo), el caso es que no llego a tan señaladas fechas en las mejores condiciones físicas ni psíquicas.
Mi mensaje se trunca dolorosamente donde debía decir lo de la Deina y Yo, ya que sólo puedo enviar mis mejores deseos por mi propia mismeidad.
Ello, ley de vida, no debiera ser cosa extrañable, conocida mi trayectoria.
No. No es mi soledad asumida, y más en unas fiestas que sólo me dan trabajo (mayormente de urgencias). La cuestión es que tullido, recién salido de turno de tarde, con todos los cenutrios del mundo cebados y curdas en la carretera, tengo debajo de mi mísero y nada aislado piso de exilio dos locales tan cutres que se toman como inalquilables, y es sólo en estas fechas que se arriendan para solaz de la progenie de los caseros, que así se libran de sus vándalos domésticos.
Por otra parte, mi contumaz empeño en los excesos nocturnales, en tiempos no tan pasados, me hace pensar en que hacen bien, por más que no me agrade hoy.
Felices jodidas fiestas
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