Blog (Bitácora, si se prefiere) del Padre (que lo es) Don Francisco de Paula Gálvez e Inchausti y algunos de los heterónimos que con él transitan: Pakito Grillo, El Profano, Bruno Jordán,, etc. Editado a trancas y barrancas, anárquica y aperiódicamente sin ánimo de ofender (o sí, quién sabe) ad maiorem gloriam de las cuatro (o ninguna) neuronas que le restan, o al menos así se supone por los menos entendidos, al escribidor que esto subscribe.

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miércoles, marzo 25, 2009

EL LUNES O MUERTE SÚBITA (para DRÍADE)


Venía como una llamada lejana, sabida, incluso él diría que agradable. Fue creciendo hasta que sus oídos tomaron estrepitosa consciencia y los resortes musculares, instrumentos olvidados por lo común a esas horas, pero entonces poseedores de ignoradas flexibilidades, ya le habían puesto en pie junto a la mesilla, luz encendida y mano crispada en el aparato que cesó de rugir. Todo quedaba reducido a un suave tic-tac, advertencia de que no se esperaba cambio alguno. Si acaso cierto vértigo, incapacidad momentánea de orientación que le hizo verse grotescamente semiinclinado de perfil junto a una luna de armario que al final dio por suya, coligiendo de ello que a la derecha se encontraría la puerta. Estaría... Estaba desde hacía al menos quince años. Quince años, se dijo en voz alta que disminuyó al escuchar un respingo allá por la cama. Los pliegues de los párpados le oprimían dolorosamente y una agüilla viscosa le enturbiaba la visión sin desaparecer, se temía, hasta bien pasada las once. Blefaritis, rumió, he de ir al oftalmólogo, aun a sabiendas de que luego lo achacaría al sueño y nada ni nadie, siquiera él mismo, le haría pedir colirios y pomadas que acallasen un ligero escozor en el lagrimal, profuso la anterior velada en lloriqueo etílico.

Sintió entonces alfileretazos fríos en los pies. Lunes e incluso las baldosas en mi contra. Tal vez el año que viene... Quizá parquet y... Leñe, dónde andan las zapatillas. A tientas, arrodillado, casi debajo del somier y el pantalón de pijama bajado hasta media nalga. Tardó lo menos un siglo en encontrar­las, agazapadas como cucarachas blandas cerca de una pata del probador. Frío de nuevo en los pies al contacto con la gamuza dormida e incomodidad... Mirar hacia abajo y verlas al contrario. Con fastidio colocar cada una en su lado y vuelta a introducir las extremidades ausentes, sorprendidas por los cambios térmicos y los fallos e indecisiones de su amo. Acompañado por redobles lejanos en el cacumen y misteriosos ruidillos de cloaca en el intestino adolorido, el primer paso del día, sin rumbo, y maquinales ya el segundo y el tercero. Tres al frente, variación derecha, pomo, crujido y pasillo obscuro con fantasmas de taquillones, perchero y formas cuasihumanas pidiendo ser reconoci­das como abrigos, gabardinas o quién sabe qué, delantales... Y frío, frío, frío maldito con tentáculos, que en su derredor insinuaba la conveniencia de un reencuentro con las sábanas y ese horripilante edredón que rehusaba mostrar a las visitas.
Embotado, confuso, había llegado al baño. Lo primero era paliar las cuchilladas que sufría la vejiga, chillona en sus apremios. La cuenta atrás de la evacuación finalizó, según suele suceder, un segundo antes de llegar a la porcelana, dejando evidentes señales en el exterior de esta. Con fastidio, arregló tal desaguisado, sin poder evitar que un marcado aroma de acetona persistiera insultante en el cuarto. Se enjabonó la cara tras un lavado sin huella. Pensando en la lejanía del sábado, sin poder asegurar cuándo sacó del armarito el material para el rasurado, como si todo surgiera ordenado o el cuerpo tirase por su cuenta soslayando cualquier consulta a la mente en un acto de ya medidos gestos y distancias, comenzó su afeitado. Entreveía, como todos los lunes, bolsas moradas que, bajo los ojos, amagaban caer sobre una zona blanca a la que aplicaba, con desigual éxito y no menos desigual distribución de pequeños tajos, la cuchilla. La desgana se extendía como una neblina que penetrase cada poro corporal y, cómo no, la desha­bitada cavidad donde se instalaría el cerebro al cabo de un rato. Desgana incluso para solucionar la pastosidad en la boca y los efluvios que de ella salían y le hacían torcer el gesto. No me seas guarro... Cepíllate. Pero no se hizo caso, dejando todo en un rapidísimo enjuague de colutorio que le procuró alivio, falsa frescura muy distante de los resultados de anuncio: en sus dientes predominaban los restos de mil activi­dades nocivas para la salud sobre el esmalte, que reclamaba no se postergase más la visita prometida a su prima odontóloga.

Fue de un trallazo que se le vinieron encima los últimos ramalazos del mareo, infatigable compañero de viajes oníricos horas antes. Casi rebotando por las paredes, más fardo que persona, en un tambaleo que pareció durar lustros, alcanzó, abobado, a sentarse en el lecho, donde un amasijo de carne blanca y adiposidades con forma de mujer o algo similar semejaba dormir desde tiempo inmemorial en posición sesgada, ocupando exactamente tres cuartas partes del espacio útil. De ahí a vestirse, recuperado por fin del vahído, cinco minutos en la inopia, tragado por un irresistible agujero de ausencias consecutivas. Abrocharse en penumbra, manos temblonas y psicomotricidad seriamente disminuida, era una cadena de aciertos y errores sin orden lógico que abandonó para, se dijo, reanudarla según bajase. Pensaba llamar a la oficina excusando su asistencia cuando ya estaba en la puerta de salida palpándose en busca de las llaves con la sensación de olvidar algo.

Una súbita impaciencia le hizo descender a pie sin aguardar al ascensor, que, al cruzarse con él, lanzó guiños de espejo con algo que se le antojaba como sorna desde los cristales biselados. Le dio por imaginar que el sucio veteado del mármol portugués que los escalones lucían semejaba una piel blanda, blancuzca y varicosa donde se hundieran las piernas. Tuvo sensación de estómago en movimiento, remembranza lejana de anteriores vértigos, y hubo de agarrarse a la barandilla metálica de formas irreconocibles. Irreconocible también el linóleo del zócalo e hirientes las bombillas de vela en los rellanos, apliques pseudobarrocos de insultante latón muy apreciados por los viejos de la casa y los amigos de lo ajeno, con esa luz tan de algunos Rembrandt, teñida en amarillos, marrones y rojos apagados. Seis pisos para darse cuenta de que le sudaban las manos. Una vez más se cruzó con el ascensor, que le adelantó en la bajada como si el dormido ballenato del quinto que lo ocupaba acelerase al viejo ataúd con premoniciones de catástrofe. Llegó al portal a tiempo de ver cómo la calle deglutía su inmenso trasero y de constatar la tufarada de cuarentón playero, colonia de moda aplicada a litros sin el preceptivo trámite previo de un aseo reparador, mezclada con axilas de solera y la sempiterna americana, que permitía rastrear su presencia a distancias insospechadas.

De las bombillas al sueño callejero. Como raíces semovientes andaban las personas, pocas, entre inmóviles automóviles. Pegadas al suelo. Formando, se diría, parte de él. Bañadas de negro y gris azulado. Negro y gris azulado, tal una pesadilla con persecución incluida sin recuerdo posible. Unos deprisa, otros arrastrando los pies, como si las aceras fueran caminos de sirga y ellos tirasen de imaginarias gabarras cargadas con sus penas, deudas, culpas y la consciencia de hacerlo contra corriente. Los veía, o no llegaba a verlos del todo, difícil pero plausiblemente iguales a él mismo: gris azulado con ribetes negros. Aún la noche se enseñoreaba de las calles y parques, de los cuerpos y mentes, de los adoquines y las raquíticas acacias desnudas ya por años. Ni siquiera bostezos, saludos o gruñidos. Película muda sobre los monstruos de la existencia nunca plena pero siempre aceptada como la única posible. Gris azulado, y al doblar la esquina se diluían en la luz anaranjada de las nuevas farolas, donde nada era reconocible por su color, salvo una cruz de farmacia, lejana, convencionalmente verde en su mollera. Le costó unos instantes adaptarse a los nuevos tonos, en tanto daba vueltas a la, según él, presunta dimensión humana de la luz blanca frente a la naranja que los prebostes locales iban adoptando con la, eso sí, inequívoca intención de dar al cielo de Madrid una apariencia más que postindustrial, marciana.
De vez en cuando se le aparecía la imagen del lugar donde dejó el coche y, un, dos, tres, al escondite inglés, desaparecía tragada por dolores incontables en las sienes y sensación de ridículo postetílico, como en su época de estudiante, cuando ninguno de la panda recordaba el sitio de aparcamiento y vagaban, almas sin penas, por medio barrio en su busca. Volvió a prometerse abandonar el alcohol. Y se lo prometía también a las farolas, lánguidas bailarinas abrazadas por cadenas con velomotores, y al perro que arrastraba una bata rellena de vieja hacia un árbol.

Gris azulado y negro de nuevo. Transportado oníricamente en un continuo esquivar objetos inertes o humanos al tiempo que rumiaba imprecaciones contra sí mismo y su memoria. Maldita sea... Dónde puñetas...

Fue al doblar una esquina. Allí estaba llamándole con brillo metálico, sugerente, ensueño de velocidades no logradas y soberbias excursiones que jamás pasarían del aparcamiento de la oficina. Hizo un quiebro, remedo de antiguos regates con balón de cuero, tras un vehículo que en ese momento salía de la fila, y se dirigió ya en la calzada hacia el suyo. Un duende le tarareaba una letrilla de Queen: i'm in love with my car... Nada más serio y más a tono. ¿Quién en su sano juicio osaría negar que aquella maquinita, aire de juguete, era resultado de una vida de sacrificios?. Para quien mide en caballos de fuerza su fuerza mental y física y la vende a tal efecto no llega el despertar del todo hasta que, embutido en su sonido y su presunto poder, toma posesión cada mañana de su tapicería y su rugido.

Introdujo la llave, suave que me estás matando, recreándose en ello. Acto de amor, coito metálico que no por repetido ad aeternum dejaba de aportar un placentero hormigueo. Abrió la puerta y entonces oyó un estridente chirrido. Se volvió. El gris azulado ya no existía. Sólo el amarillo intenso de dos focos. Coche francés, se dijo paralizado. Con el deslumbramiento recibió el impacto. En un vuelo eterno repetía para sus adentros que no, que era un sueño.

El conductor de la otra máquina se acercó con estupor al cuerpo que, abrazado a una portezuela desgajada, agonizaba unos metros adelante.

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