"Se dijo (sin demasiada fe) que suele estar muy cerca lo que buscamos"
Jorge Luis Borges
PARADOS
Endiablado. Endiabladamente maligno el crucigrama o condenadamente inútil él mismo. Tal vez lo segundo, ya que su bolígrafo ha escupido todas las palabras menos una como de carrerilla y ésta, aparentemente facilona, se le atraganta durante veinte larguísimos minutos. Cosa extraña a estas alturas, las diez y media, en que sus reflejos acostumbran rendir al cien por cien. Ha dormido bien, como le sucede desde que marchara su esposa, reclamada para atender a una nuera primeriza, librándole así, bendito sea Dios, de sus ronquidos y movimientos intempestivos en la cama y, cómo no, de sus exámenes contables de almohada a las dos de la madrugada. Levantarse descalzo y recorrer así toda la casa le ha proporcionado la fortaleza de toda la gimnasia que en su vida no ha hecho: ¡Ah, placer, no emplear bayetas de gamuza bajo los pies sobre el parquet encerado, tras tantos años sin permiso de tránsito, como una persona normal, por su propia casa! ¡Ay, efímero pero definitivo deliquio, el término lo conoce por los crucigramas, contemplar antes de abandonar la cueva platos amontonados, vasos, cubiertos, et caetera, en la pila y sin fregar! ¡Y negarse, chillando en la vivienda desierta, al repaso del baño tras la ducha tomada con el resabio de un excesivo gasto! Además, ninguna preocupación tras la victoria, gloriosa goleada retransmitida por la caja tonta la tarde anterior, de su venerado equipo y la película de Lina Morgan, eso era cine y no lo que hacen ahora, subsiguiente en el mismo canal. No hay, pues, razón alguna para ese embotamiento inexplicablemente prolongado, ese tonto paréntesis lingüístico que ocupa su, piensa él, preclara y experta mente. Y es que... Es que lo tiene en la punta de la lengua y no le sale... Años y años dedicando cotidianamente a ello unas horillas, las mañanas laborables, y falla en algo que intuye, sabe incluso, tan sencillo. A mayor abundamiento, su fidelísima familiaridad con el diario convierte en impensable la sorpresa en algo tan rutinario como los pasatiempos, se dice. Los tics del autor terminan por ser detectables; si a ello añadimos, yunque-de-platero-tas o edicto-del-zar-ucase o maestro-musulmán-ulema, las convenciones utilizadas por todos los crucigramistas que en el mundo han sido ¡por favor!, nihil novum sub sole. Tiene que ser elemental, obvio, patente. Palabra de siete letras que significa faena. Le ronda, le ronda la cabeza como una mosca imaginaria que por serlo no puede cazar. Realiza picados y pasos rasantes pero nunca se posa; picotea, picarona, sabiéndose a salvo sin comprometerse en peligro alguno, divertida con el picor que provoca y la inquietud. Por otra parte, él se pregunta si mencionará algo relacionado con labor. No, labor tiene cinco letras. Será la acepción de mala pasada o tocará a lo taurino, quién sabe. Lástima no haber comprado aquella enciclopedia de la salud que el engominado hijo de su vecino intentó venderle a plazos; regalaban con ella un pequeño diccionario de sinónimos que hubiese venido de perlas en la oficina. A buen seguro el aprieto que ahora le obsesiona no existiría y la orfandad de las estanterías del mueble-bar no sería tal con volúmenes de tanto volumen y prosapia así como utilísimos conocimientos, de los que la hipocondría de su cónyuge daría cumplida cuenta.
La sala, inmensa, está limpia, demasiado limpia. Tanto que, si no fuera por lo marcadamente usado de los enseres, dijérase que estamos ante una fotografía de catálogo de mobiliario oficinesco anticuado. La asepsia impera y sólo gran cantidad de folios fotocopiados, a los que un invariable y borroso sello oficial autentifica, emborrona las paredes en que a espacios regulares figuran cartelones de prohibido fumar en plan conminatorio efectivo, pues no se ve una voluta de humo, y posters de ensueño, reliquias vacacionales de los funcionarios, imágenes miradas con un qué sé yo de envidia o frustración por los administrados: azulones cielos, bosques soñados, cascadas neblinosas, barrocos jardines palaciegos, paraísos, en fin, sólo al alcance de sueldos vitalicios marcando la diferencia tras la desaparición de las ventanillas. Para aumentar la pulcra sensación, una no menos limpia señora de la limpieza, cansina como las normas mandan, hace que pasa una mopa por el suelo de terrazo barato, abrillantado para disimular el cambiazo que el contratista dio, y bien que le aprovechó, en su día. Rezongando, la limpiadora desaparece tras un rótulo de reservado. Vuelve al poco tiempo sin la mopa, portando, en cambio una gamuza amarilla que comienza a aplicar a las mesas, papeles y ordenadores desatendidos. De vez en cuando observa a los que aguardan y, medio en jarras, menea la cabeza en un vaivén desaprobatorio difícil de interpretar, pues no es averiguable si se dirige a los inactivos funcionarios, pocos, o a quien tiene la osadía de pisar su trabajo viniendo a solicitar empleo, prestaciones o consejo. Tampoco ella lo sabe y sólo quiere terminar para marcarse las escaleras de las doce y recoger al niño antes de cobrar en la empresa, pero, eso sí, sin prisas, que aquí nadie se las da y ella no va a ser menos.
Le han dejado solo, como siempre. Únicamente el mostrador de información y el de sellado funcionan, llevados por esa interina que bizquea un poco mientras espera la llegada del resto de compañeros para, a su vez, salir ella a desayunar. Él nunca le ha hecho especial caso, a pesar de la solidaridad que cabría esperar entre dos marginados. Tan sólo su trasero le llama la atención cuando pasa a su lado camino del servicio, con el bolso sobre el pecho a lo carpeta de colegiala que hubiese recién descubierto nuevas protuberancias. Ella, por su parte, puede contar con los dedos de una mano las conversaciones que con él ha mantenido en dos años, y ello obligada por la inevitable contigüidad. Y es que a él nunca le han tragado los otros funcionarios, por su procedencia y su carácter. ¡Como si fuera un oprobio haber ostentado la calidad de funcionario de los Sindicatos en los años gloriosos del Caudillo! A gala lo tiene y recuerda aquellos tiempos con especial nostalgia desde que el año pasado se jubiló Nazario, el de Palencia, con el que comentaba las juergas corridas en la residencia de Educación y Descanso de Tarragona, donde se codeaban con ingenieros de distintos ministerios y se entretenían en mirar por el ojo de la cerradura de las casetas de la playa. Aún guarda, no sabe dónde, la boina roja, preparada por si vienen tiempos mejores. ¡Iban a ver estos desarrapados!
En esas está lucubrando, cuando una ligera molestia en las cervicales le hace levantar la cabeza y estirar el cuello. Las gafas se le obscurecen y observa, a contraluz, las dos colas, la de información y la de prestaciones. En la última, la suya, unas quince personas aguantan de pie, casi todas silenciosas, la espera y otras tantas, sentadas en sillas de plástico, leen, hablan entre sí en voz baja u observan en un semioculto bostezo los fluorescentes del techo impersonal, rumiando sus precariedades y miedos. Un suspiro de impaciencia seguido de murmullos en la cola. Levanta de nuevo la vista, la enfoca hacia la zona de los descontentos y los fulmina despectivamente. Al fin y al cabo, no tienen ocupación. A qué tantas prisas. Él, él sí que tiene problemas. Y se ha propuesto no dar paso a nadie mientras no los resuelva. Los administrados son entes pasajeros, no como él, ungido hasta la jubilación de los poderes que otorga la fijeza, y hay más días que longaniza, y cada día tiene siete horas, y nada ni nadie se va a ir al garete por veinte minutos más o menos. El hecho de la espera ordenada, además, fomenta la autodisciplina y elimina el riesgo de defraudación, pues mientras aguardan en la oficina de empleo no se ocupan en trabajos ilegales al tiempo que cobran de lo que todos cotizan. ¡Faltaría más! Seguro está, para mayor regodeo, de que a ninguno de ellos le bastará esta mañana para dejar todo en su sitio. Para él son lerdos incapaces de comprender las instrucciones burocráticas que pacientemente se otorgan y el noventa por cien deberá regresar otra mañana con papeles que faltaban o estaban mal rellenos. Y para él todo ese trabajo casi didáctico que caerá en saco roto, todo ese trabajo de héroe ignoto al servicio del Estado.
Todo ese trabajo...¡Ya está! ¿Cómo ha sido tan zote? Palabra de siete letras que significa faena. ¿Cuál va a ser? ¡Pues trabajo, hombre, trabajo¡. Ya ha cumplido el día. Como por ensalmo ha desaparecido la comezón que le roía. Con una tranquila sonrisa de triunfo, firma, siempre lo hace así, el finiquitado crucigrama, cierra con parsimonia el periódico, lo deja en la esquina derecha de la mesa, alza la cabeza y, dirigiéndose con voz algo impostada a la cola, dice:
- El siguiente, por favor.
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